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Hacer un crucero no es «cool».Es lo menos «cool» que un auténtico viajero, el aventurero, pueda imaginarse. Particularmente, nos la sopla. Nosotros cruzamos ya hace tiempo el umbral hacia este mundo alternativo de elegancia marinera y orquestas de cuerda, un no-lugar donde la vida es más eficiente, más fácil y más placentera. Una trampa de comodidad.
A bordo somos millares. Parece que cada nación de la tierra tiene aquí una delegación. La Asamblea General de la ONU en flotador. Caballeros y señoras de etiqueta, la mayoría ya entrados en el túnel de la jubilación, descubren que no solo pueden vivir, sino también bailar (desde Nietzsche, sabemos que Dios baila. Si Nietzsche hubiera podido pillarse un crucero, habría evitado el colapso mental, seguramente) y vestirse para cenar como los Corleone yéndose de boda.
En lugar de decirles eso de me has roto el corazón, Fredo, que es lo que nos apetece, nos lanzamos con ellos a un estado de idiotez lisérgica, compartiendo juntos este universo ebrio flanqueado por miradas, gestos, cortesía, codazos y un catálogo de criaturas que serpentean por los pasillos enmoquetados del viejo barco.
Y devoramos. Comemos como si acabaran de declarar una hambruna. Todo lo del menú nos parece tan absolutamente delicioso, que decidir supone un problema. A menudo nos toman la comanda (a nosotros y a nuestros amigos: cuatro niños, cuatro adultos) y, en el último minuto, cambiamos de opinión y pedimos platos diferentes. Y más pan con mantequilla. Y queso. «Ja ja ja». Los camareros ríen educadamente mientras piensan: «Gilipollas».
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