Guille y Revoltosa
Rabat es un nuevo mundo, y lo saboreamos como si fueran las últimas migajas de una golosina exquisitísima: con tristeza, con fruición y con la conciencia de que el viaje, dita sea, termina en esta parada.
Empezamos a descubrir la ciudad paseando por sus famosos jardines,
visitando sus monumentos más significativos,
montándonos en su tranvía,
acercándonos al río… ¡un momento! ¿qué eran esas edificaciones que se desdibujaban más allá del río?
Y fuimos corriendo a preguntar al recepcionista del hotel, que para algo somos unos ignorantes, qué sucedía en la otra orilla. Sólo por curiosidad. Es Salé, nos dijo y, abriendo mucho los ojos, añadió: pero a Salé no podéis ir, no, de ninguna manera…
Entonces, como cualquier ser humano con problemas mentales que se precie, quisimos ir a Salé más que nunca, más que nada en el mundo, mientras el de recepción, empecinado, seguía con la cantinela: no hay cosas que ver, es territorio islamista, no hay tiendas para occidentales pero sí una cárcel donde no se respetan los derechos humanos, no hay nadie que sepa tu idioma, no es bonito, no es feo, no es…
El recepcionista tenía razón en parte: no hay bazar, ni regateo, ni turistas, ni pedigüeños al uso en este pueblo, antiguo refugio de piratas. Y sí una cárcel donde parece que no se comen a besos a la gente. Pero Salé nos conquistó por otras razones…
Por eso, y porque Guille se hizo íntimo de una cabra llamada Revoltosa, nunca olvidaremos Salé.