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Dicen que Patpong, junto a sus primas hermanas Soi Cowboy y Nana Plaza, forman el triunvirato del sexo más grande del mundo. Los extranjeros son la clientela principal de estos tres grandes barrios rojos de Bangkok que, independientemente de las preferencias de cada uno, funcionan con la misma fórmula: garitos donde mujeres tailandesas del medio rural bailan con poca ropa y bares con damas más decorosas con las que sentarse y para fijar un precio. Nosotros elegimos Patpong (haber elegido muerte, nos decimos ahora).
Patpong, con su perfume fuerte, podrido, sonriente y pegajoso, se divide en varias zonas, cada una con su correspondiente catering sexual: gays, gogós, ladyboys o kathoeys y felatorios, en distintos grados de calidad y degradación, además de un  montón de puestos de baratijas e imitaciones.
Juego de agudeza visual: ¿cuál de las dos es la madame? Entre los acertantes sortearemos el teléfono (de la otra).
Parece que Patpong tuvo sus días de gloria hace treinta años, cuando era un pináculo de la afamada vida nocturna de Bangkok. Hoy, sus bares en decadencia hacen que la lotería parezca elegante y Sodoma y Gomorra Disneylandia, aunque, en cierto sentido, esto también es un parque temático.
Guille boquiabierto, por lo que pueda caer del cielo.
Aquí no puedes escabullirte de la noche. Cada esquina emboba más que la anterior, desde el Super Pussy al Bada Bing, desde el puesto de melocotones a los melocotones puestos por un cirujano en el King’s Castle (que, con su elenco de atractivas kathoeys, es una institución).
Si Tony Soprano levantara la cabeza…
Por no hablar dell tequila, de la marca Corralejo.
Como gatos sobre ratones nos saltaban encima los ganchos de los night-clubs, ofreciendo platos muy raros, todos vegetarianos: “Banana con chica”, “chica-banana-chica”, “chica-pepino” y así. Pero nosotros solo queríamos ver un torneo de ping-pong, deporte muy renombrado en este país.
Picaruelo ofreciéndonos un menú degustación.
El problema: a todos los locales donde nos invitaban a entrar solo se podía acceder subiendo unas empinadas y estrechas escaleritas (como las del templo que habíamos visitado por la mañana), custodiadas por perros guardianes con cara aviruelada y malas pulgas. Aquello no tenía pinta de polideportivo.
Uno de nosotros quería subir y entrar, el otro no. Lo echamos a cara o cruz. Salió canto. Discutimos. Volvimos al hotel sin hablarnos, en un taxi de esos tan estrictos que no te dejan llevar dentro ni granadas de mano. Cómo son.
Ni pistolas ni granadas de mano, este taxista parece amish.

 

 

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