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En Pune, una de las ciudades más prósperas y liberales que hemos visto hasta ahora en la India, además de la séptima más grande del país (y en la India las ciudades son muy, muy grandes), caminamos por calles arboladas, entre restaurantes finos y lugareños vestidos a lo occidental y llegamos a un ashram. No uno cualquiera, sino el Osho International Meditation Resort, fundado por el gurú que le dio nombre en los años setenta, con muralla, alambres de espinos y puertas blindadas en el exterior, y piscina, lujo oriental, clases de zennis (zen más tenis) y libertad de culto y cuerpo en su interior.
Osho, el de los 93 Rolls Royce, fue uno de los más famosos y controvertidos líderes espirituales de su tiempo. Creó el movimiento Rajnísh y descubrió que uno podía iluminarse a través del sexo, entre otras cosas. Fue en la década de los 60, así que le salieron acólitos como champiñones en campo otoñal. Su verdadero nombre era Chandra Mohan Jain, luego se hizo llamar Acharia Rajnísh, más tarde Bhagwan Shri Rajnísh y, al final, simplemente Osho, y fue famoso, además de por su actitud liberal hacia el sexo, por su carácter polémico. Combinó el budismo zen con el pragmatismo filosófico y desarrolló programas de meditación, pensamiento libre… y las masas espirituales lo siguieron por el mundo. Se cuenta que organizaba orgías multitudinarias en las que, cada vez que él daba un golpe de bastón, todos tenían que cambiar de pareja.
Hizo una fortuna porque, aunque sus enseñanzas no eran originales, sino que procedían de las filosofías orientales y occidentales, Osho tenía un agudo instinto comercial. Su vida es muy interesante y en Wikipedia uno se puede hacer una idea.
En la entrada de su ashram un señor vestido de granate nos indicó que las fotografías estaban prohibidas y que había una serie de condiciones para acceder al lugar sagrado. Teníamos que pagar 1.600 rupias (veinte euros), hacernos la prueba del VIH (¿…?) y… quitarnos toda la ropa.
Le dijimos, ya que de meditación iba la cosa, que queríamos meditarlo, porque despelotarnos con ese calor hasta nos apetecía… pero lo de las 1.600 rupias por entrar… ¡qué indecencia!
Dijimos adiós al momento ashram, al espíritu de Osho y al gato de la entrada y usamos el dinero en algo mejor: en este hotel de diseño a precio local, en el que hasta el papel higiénico olía bien. Era tan pijo que cuando nos vieron aparecer no sabían a qué atenerse con las mochilas. Las dejamos en recepción, haciendo como que estábamos acostumbrados al boato, y nos fuimos a ver el palacio del Aga Khan, que ocupa un lugar especial en los corazones de todos los indios y, desde ese día, también en el nuestro.
Lo construyó el sultán Mahommed Shah, Aga Khan III, en el año 1892, para dar empleo a los empobrecidos aldeanos de los alrededores durante los años de hambruna.
El 9 de agosto de 1942 se convirtió en el hogar (y prisión) de Gandhi. Allí lo mantuvieron bajo arresto domiciliario durante 21 meses, junto su mujer Kasturba, que falleció entre sus muros en 1944.
El príncipe Karim al-Hussayni, Aga Khan IV, donó el palacio al gobierno de la India en 1969, y se convirtió en un monumento a la memoria y filosofía de Gandhi.
Como somos más de Gandhi que de Osho, dónde va a parar, este palacio, los recuerdos de su interior, la rica colección de cuadros, las fotografías de la lucha no violenta, los objetos personales  (como las sandalias de Gandhi o el sari de Kasturba) y sus jardines (donde están parte de las cenizas de los dos) nos cautivaron.
Más tarde, antes de salir hacia Goa, fuimos al cine y vimos una película tierna, preciosa e inspiradora. Y nosotros, que solo sabemos ponernos de acuerdo jugando al piedra, papel o tijeras, esta vez lloramos juntos con los ojos clavados en la pantalla. Como niños.

 

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Comments:

  • Anónimo

    abril 22, 2014

    Con tanta espiritualidad, el Nirvana se les quedará corto

    reply...
    • abril 23, 2014

      Llevamos tanto camino de retraso que difícilmente llegaremos más allá del namasté…

      reply...

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