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Bangalore es una ciudad difícil de definir y se requiere paciencia para disfrutarla. Es tecnológica (la llaman el Silicon Valley indio) y moderna, impasible y alocada, y está forrada de carteles de cine mordisqueados por las vacas y admirados por los turistas, mansas y obligatorias presencias en la fotografía de su skyline.

En 2005, el gobierno de Karnataka (estado del que es capital) le cambió el nombre y pasó a ser Bengaluru. Bengaval-uru significa «ciudad de guardias» en antiguo canarés, el idioma local.
Aunque una leyenda popular dice que un rey se perdió en el bosque durante una expedición de caza y una mujer pobre calmó su hambre con habas cocidas. El rey, agradecido, llamó al lugar “benda-kaal-uru” (“ciudad de las habas cocidas”), que finalmente evolucionó a Bengalūru. Como curiosidad, aquí nació inventor de Hotmail, Sabeer Bhatia.

De paseo por la ciudad nos tropezamos con templos hindúes, sinagogas, mezquitas y hasta con una iglesia católica, con Piedad incluida. Los devotos, todos indios, actuaban en la iglesia como verdaderos grupies religiosos. No faltaban las flores, las lágrimas, los rezos cabezones y los derrapes de saris delante de las imágenes.

Dice Wikipedia que el 79,4% de la población de Bangalore es hindú, más o menos la misma que la media nacional. Los musulmanes constituyen el 13,4% y los cristianos y jainistas el 5,8% y 1,1% de la población, respectivamente, el doble de los promedios nacionales.

El primero de los tres días que pasamos en la ciudad fuimos a Basavanagudi (el templo del toro), que nos hacía ilusión porque sabíamos que el jolgorio estaba asegurado a costa de unos cuernos gigantes que hay en la entrada.


Allí se adora una monolítica escultura del Nandi (el toro, vehículo de Shiva), de 4,5 metros de altura y 6,5 de largo y de cuyos pies se dice que fluye un río subterráneo.

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Rabo de toro.
Según la leyenda, hace cientos de años, Sunkenahalli, como se conocía entonces a Basavanagudi, era una tierra fértil dedicada a la siembra de cacahuetes, cuando un toro salvaje comenzó a devorar y destruir los cultivos. Esto enfureció a los agricultores y uno de ellos, en un intento de ahuyentar al animal, lo golpeó con un palo. Entonces el toro se sentó, se quedó inmóvil y se convirtió en piedra para pasmo y tranquilidad de la concurrencia.
Fachada del templo del toro.
Pero la historia se enrevesa todavía un poco más. Parece que el toro, petrificado y todo, seguía creciendo, por lo que los lugareños pidieron ayuda a Shiva colocando un tridente (símbolo de este dios) en su cabeza y un pequeño templo cerca. La cosa funcionó. El toro dejó de crecer y hoy la gente lo adora en el único lugar donde el vehículo tiene una importancia mayor, por lo menos en tamaño, que el propio dios al que transporta en su lomo.

Muy cerca del del toro está el templo de Dodda Ganesha (el del dios elefante), con un ídolo del paquidermo hecho con 110 kilos de mantequilla que no pudimos fotografiar. De cuando en cuando, los devotos se lo comen y después hacen uno nuevo. Nada permanece.

Bocaditos de Ganesh, veneno para las arterias.
Ganesh, Shiva y Parvati, la familia al completo. Debajo, Nandi, como un monovolumen.
Aquí es tiempo de elecciones (India es la mayor democracia del mundo) y cada vez que en nuestro camino se cruza un acto de propaganda o mitin, los cabecillas nos saludan, nos acogen y nos piden que nos fotografiemos con ellos y, a ser posible, reverenciando alguna imagen de su líder. Luego lo cuelgan todo en su web. Nosotros aceptamos encantados porque dan tarta gratis y a veces hasta un gorro.
Como a alguien le dé por investigar nos va a encumbrar como los Mocitos Felices de la política india.
Chaqueteros en Bangalore.
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Si ellos supieran que van a perder votos por nuestra culpa…
Todavía nos faltaba uno de los más famosos y visitados templos de Bangalore: Shiv Mandir. Lo dejamos para el día siguiente y nos fuimos a comer al McDonals, bastante más barato y vegetariano que en España.

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