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Lo que nunca se nos ocurriría hacer en España, en la India es nuestra norma: visitamos los lugares sagrados.
En Leh contratamos a un conductor e hicimos la ruta del budismo. Empezamos por Thashik, un monasterio donde todas las mañanas a las seis en punto más de cuarenta monjes se reúnen para salmodiar las oraciones matutinas. Admiten visitantes y aquel día, cosas de la temporada baja, éramos los únicos occidentales y nos miraban casi con tanto asombro como nosotros a ellos.
El ritual duró dos horas. Niños y viejos entonaban mantras, tocaban trompetas, tambores, un gong, luces, sombras, bostezos… El sonido del budismo más puro, suponemos.
Durante ese tiempo, los más pequeños cargaban unos cacharros con los que sirvieron a todos (nosotros incluidos) té de mantequilla, harina y el zumo de una fruta que no entendimos cuál era. Lo agradecimos y lo dejamos todo, disimuladamente, detrás de unas telas.
En un parón de la música, uno de los más viejos cogió un fajo y empezó a repartir billetes. Los ojos se nos pusieron a lo Marujita Díaz pero, cuando llegó nuestro turno, pasó de largo.
Parece que es costumbre entre las familias del pueblo donar a uno de sus hijos al templo para que se convierta en monje. Preguntamos a algunos mayores si no les supuso un trauma separarse de sus padres de pequeños, y todos aseguraban que no. Lo asumían como un honor.
Al terminar hicieron limpieza y nos echaron amablemente.

A la salida seguía sonando la música, ahora de los WhatsApps de los teléfonos móviles de los monjes mayores. Los niños, liberados de la quietud interior, volvieron a ser niños.
Bajo la luz del sol tempranero, el espectáculo de túnicas rojas en movimiento, paredes blanquérrimas y cielo azul nos reconfortó el espíritu más que las dos horas de rezos.

 

 

Seguimos hacia Hemis, un monasterio famoso porque, según el periodista y espía ruso Nicolás Notovitch, había allí unos papeles que demostraban que Jesús vivió en la India. Primero durante su juventud y más tarde tras ser crucificado.
Hemis
Hay un libro, Jesús vivió en la India, del escritor alemán Holger Kersten, basado en las investigaciones del ruso, que cuenta que Jesús, en su primera estancia en la región, aprendió las enseñanzas de Buda en diversos monasterios de Cachemira y luego, ya en Judea, las difundió. Más tarde, y tras ser bajado de la cruz, malherido pero con vida, volvió a India donde continuó aprendiendo las enseñanzas hasta el día de su muerte, a los 120 años de edad.
Por la energía y humor que transmiten los monjes de Hemis, a casi 4.000 metros de altura, te dan ganas unirte a ellos.
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En el budismo hay cuatro escuelas: los Nyingmapas o gorras rojas, la tradición Kagyu, también conocida como gorras negras, la escuela sakia y los Gelug o Geluk-pa, o gorros amarillos (cuyo dirigente es el dalái lama). Los de Hemis eran gorras rojas.
Nos conformamos con la gorra beige y hacer karma bueno en todas las ruedas de oración que vimos.

Sol, solito.
Preside la sala principal de oraciones la estatua de Padmasambhava, de 8 metros y ojos saltones.
Un monje nos dio explicaciones de la historia budista (¡en ladakhí!) y después la bendición.
Después de Hemis llegamos a Matho. Por las altísimas carreteras nos cruzábamos con advertencias de tráfico más cariñosas que amenazantes, del tipo «Me gustas, pero no tan rápido».
Monasterio de Matho.
En el monasterio éramos los únicos visitantes y disfrutamos, como si fuera un concierto privado, de una sesión de cánticos celestiales. Luego nos perdimos entre sus muros de piedra y llegamos al oráculo, que no es un lugar, sino un monje que, una vez al año, se cubre la cara y hace peligrosas hazañas a ciegas (como equilibrios a cien metros de altura, con cuchillos y lanzas de por medio), además de predecir el futuro.
Se pasa el día rezando sobre una alfombra junto a otros dos monjes, en un cuartucho con máscaras rituales en las paredes. No dejan hacer fotos ni entrar a mujeres. En serio. Así que Guille se encerró con ellos una hora y salió con los bolsillos llenos de arroz (“como recuerdo”) y sin querer contar nada de lo que había pasado dentro, por aquello de las energías cósmicas.
Terminamos nuestra ruta budista en Shey, una localidad al norte del valle del Indo donde está el palacio de verano de los reyes de Ladakh, al que llaman Pequeño Potala.
Palacio de Shey.
Lo construyó hace más de 550 años el rey Lhachen Palgyigon y tiene la estatua dorada más grande de Ladakh. No la vimos, porque estaba cerrado «por invierno» y solo pudimos colarnos en el patio.
El palacio monasterio se alza sobre una colina con vistas al pueblo de Shey (que significa «espejo» o «reflexión»).
Detalle de la puerta principal del palacio de Shey. Abajo, símbolos budistas en la fachada.
El camino de vuelta, marcado por la pacífica (y colorida) huella artística del budismo mezclada con la rara belleza de las montañas, nos gustó tanto como los monasterios.
En Leh nos esperaba el restaurante con más tirón del pueblo: el Chaska Maska. No sabemos lo que significa en tibetano, pero solo por el nombre nos conquistó.

 

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