Tenemos nuevos amigos. Son dos, una pareja en el apogeo de sus cincuenta años de casados, Tonio y Pili, que se alojan en nuestro riad, y que han decidido que los necesitamos 24 horas al día. Todos los días.
Pili, genio y figura.
Pili es esferverscente y un poco alocada, de las que te agarra fuerte para cruzar la calle y piensa que debajo de cada chilaba duerme un machete sediento de sangre, y Tonio, An-tonio, cuadriculado al cuadrado, de los que llevan un boli pequeñito para ir apuntando todos los céntimos que entran en escena. Junto a ellos, hemos devenido en gallifante.
A ver, que animosos son. Un poco. Bastante. Y simpáticos un rato. Pero se encaraman a todos nuestros planes, por friquis que sean. Por ejemplo, si nos colocamos para hacernos un selfie, ellos surgen de la nada gritando ¡fotodegrupo! Y enredan a uno que pasaba por allí para que apriete el botón, a veces invitan a un lugareño para darle un toque folclórico a la escena y ya, todos juntos, inmortalizados para los restos.
Que vamos a ver tumbas. Se apuntan. Que decidimos pasear sin rumbo fijo, por lugares que no nos gustan ni a nosotros. Planazo para Tonio y Pili. Que si ahora a comer al bar más mugriento que se nos ocurre, moscas incluidas. Les parece genial.
Que nos quedamos en la habitación, muy quietos, esperando que se vayan, toda la mañana. Ellos que tocan en la puerta a ver qué hacemos, y venga a darse prisa que la Pili es muy pizpireta y no le gusta esperar.
Tonio, dando instrucciones
Así que ayer, en grupito, fuimos a ver los Jardines Majorelle. Allí hicimos un Quina (desaparecer como por combustión espontánea) y durante un rato, muy poco rato, disfrutamos de la soledad a tres.
En estos jardines tan preciosos crearon, vivieron, amaron y soñaron el propio Majorelle, Yves Saint Laurent y Pierre Bergé. Con muchos años de diferencia.
Primero, Jacques Majorelle, una artista francés que llegó a Marruecos en 1919 (entonces protectorado francés), compró un terrenito y se dedicó a convertirlo, además de en su casa, en arte, en la obra de su vida.
Patios, balsas, balcones y zonas de paseo de estilo modernista, inspiradas en los palacios de los califas, en medio de un gran jardín repleto de especies traídas de sus viajes por el mundo: palmeras, cocoteros, cactus, nenúfares, bambúes, yucas…
El resultado es un palacio vegetal, paraíso mágico, en donde el verde de las plantas contrasta con un azul intenso que cubre paredes, columnas y macetones. Es el azul Majorelle, creado por él en los años 30, y seña de identidad del jardín.
Ya en los 80, con Majorelle fuera de juego (después de un accidente volvió a su París natal, donde murió), el diseñador Yves Saint Laurent y su novio Pierre Bergé rehabilitaron el jardín, reservando la antigua casa para su uso privado y convirtieron el taller de Majorelle en un museo islámico donde expusieron, además, su colección de arte. Finalmente, y para suerte nuestra y de quien haya podido visitarlo, lo donaron a la ciudad.
Bueno, lo de amar y soñar allí es fácil para cualquiera.
Los estanques con peces naranjas, las tortugas, las aves, las plantas, los colores, la gente riéndole las gracias… Guillermito disfrutó a rabiar. Luego volvimos a casa. Los cinco. Pili en cabeza.