Volvamos por un momento al año 2019. Qué inocentes éramos, qué pequeños nos parecieron los problemas de entonces un año después, ¿verdad? En 2019 ardió el tejado de la catedral de Notre Dame, Greta Thunberg se dio una vuelta por Madrid, hubo dos elecciones generales en España, Pedro Sánchez y Pablo Casado se abrazaron fuerte y, en fin, fue el año en que viajamos a Marruecos sin saber que no podríamos volver hasta dos años y medio después.
Lo intentamos con todos los medios a nuestro alcance (que son mirar las ofertas de Ryanair) pero, en fin, pandemia. En mayo por fin encontramos hueco, vuelos a 12,99 euros y, lo mejor: amigos con quienes ir. Vale, amigos de nuestros hijos. Y decidimos, una vez más, Marrakech.
¿Por qué Marrakech?
La Ciudad roja, la Tierra de los siete hombres, la Tierra de Dios… Marrakech tiene un sabor diferente al resto de las ciudades de Marruecos. Echábamos de menos el ingenio de su gente, su ruido, su brillo y la sensación de estar en casa.
Día uno: Llegamos un caluroso domingo de mayo y Hombre se había empeñado en contratar una limusina como en Estambul. Allá vamos. En los aeropuertos de salida y de llegada se limitaron a pedirnos el pasaporte de vacunación ocomosellame y llegamos en menos de dos horas. La limusina no apareció, así que cogimos un taxi hasta el riad Al Assala. Sacamos la ropa de las maletas. Nos dormimos.
Día dos: Empezamos a calentar motores con las compras. Están techando algunas calles estrechas y los mendicantes, que desde 2018 eran refugiados sirios, han sido reemplazados por locales. Descubrimos que, después del cierre, algunos de nuestros sitios y personajes preferidos han desaparecido del mapa marrakechí y que otros continúan como la arena de una playa después de un tsunami: como si nada. El de las pizzas (que ya no tenía pizzas), los de los bonitos cuadros de La Plaza, el señor de las gafas redondas que siempre está sentado en la esquina del riad Cecil, Adriano y su elegante Limoni, el familiar restaurante Al Badja, el joven artesano bereber al que siempre le comprábamos figuras para el belén, las señoras plastas de la henna… Hasta Mohamed, el dueño de un puesto de frutas que siempre tiene la paciencia de dejarnos meternos en su garito y hacer como que vendemos zumos, allí sigue, vendiendo 600 zumos al día. Todos nos cuentan, sin embargo, que han pasado una terrible época, con el cierre forzoso de sus negocios durante más de un año.
Cenamos en la Plaza Jeema el Fna (¿cuántas veces tendré que escribirlo para escribirlo sin tener que mirarlo?). Puesto 14. Y emulamos una foto que nos hicimos hace siete años, con distintos resultados a lo esperado. Somos muy de recrear fotos y aquí es fácil, porque a Marrakech venimos cada dos por trech… Y luego volvimos a cenar en Dar Chef. Niña 2 quería harira. Le pusieron un cuenco que parecía una piscina. Y no se la comió, por supuesto.
Abajo, zumeo por la Plaza Jeema el Fna, 2022 y 2019.
Día tres, martes: Era la cuarta vez que visitábamos los Jardines Majorelle y nunca los habíamos visto tan masificados. Había largas colas para entrar, para la cafetería, para ir al baño y hasta para hacerse una foto con un estanque de nenúfares o las paredes azules de fondo. Nunca este lugar me había parecido tan pequeño, atiborrado de turistas de medio pelo como… como… Como nosotros. Aprovechamos para hacer fotos, inventarnos nombres de plantas para que los niños no descubrieran lo bobos que somos y ver los dos museos, el bereber y el de Yves Saint Laurent. Y listo.
2022 2015
Aún nos queda una semana de viaje. Hace bastante calor. Así que las tardes las dedicamos a piscinear y nadear. Sí, nadear. De no hacer nada.
El plan de mañana es rascarnos las picaduras de los mosquitos (es imposible cerrar del todo los portones de las habitaciones del riad Al Assala) y visitar una madrassa coránica.
Posdata: Aquí no lleva mascarilla ni Alá.
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